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Que la intuben, ¿o no?


Escrito por Yael Yaffe Directora de GAMP “Coaj”.


-¿Que la intuben o no?

Volteé a ver a la señora que me lo preguntaba. Llevaba a penas una hora o un poco más de conocerla desde que habíamos ido a su casa para recoger a su suegra que, según nos dijeron, se encontraba “extraña”.

Desde que llegamos nos percatamos de que la paciente, una señora mayor, probablemente estaba padeciendo una enfermedad vascular cerebral: sus pupilas estaban distintas, no respondía a lo que de le decíamos, incluso parecía que no nos veía, tenía unas pequeñas convulsiones en brazos y piernas…

Estábamos en su casa, rodeados de todos los familiares que llegaron a acudir tras el llamado de emergencia. Terminamos de tomar signos vitales, de evaluarla y decidimos que era inminente para la supervivencia de la señora que la trasladáramos a un hospital.

Bajamos la camilla de la ambulancia y la colocamos sobre ésta, pusimos nuestros sujetadores y cinturones:

-¿Listos para levantar?

-Listos.

-A mi cuenta: uno, dos, tres…

La colocamos ya en el carro camilla de la ambulancia y nos preparamos para canalizarla.

Comencé a escuchar que el conductor de la ambulancia hablaba con la cuñada del paciente, que era la responsable de ella:

-No sé, señor. No sé si es mejor que nos quedemos aquí…

-Señora, la decisión es de usted pero quiero que entienda que si bajamos a su suegra de la ambulancia ya no hay retorno. Para lo que ella está sufriendo cada minuto es esencial. Probablemente nunca vuelva a tener sus capacidades completas, pero podría sobrevivir.

-Ya ha vivido muchos y buenos años. Tal vez sería mejor que descanse aquí en casa, que fallezca rodeada de sus seres queridos… Si la llevamos al hospital…

-Necesito que tome una decisión ahora.

Los otros dos paramédicos y yo estábamos en espera de la respuesta dentro de la ambulancia. Tenía el punzo en mano, la ligadura puesta en el paciente, esperando el “sí” para canalizarla, arrancar y dirigirnos al hospital.

-Está bien -dijo prácticamente sollozando:- pues vamos.



Subieron dos familiares con nosotros a la parte trasera de la ambulancia, logramos canalizar mientras la ambulancia se movía ágil entre las calles estrechas, los baches y topes de la ciudad. La sirena anunciaba nuestra cercanía a los demás peatones y automóviles, algunos intentaban orillarse para permitirnos el paso, otros ignoraban que llevábamos a un paciente que sufría minuto a minuto.

El camino en la ambulancia siempre es incómodo: mucho estrés, calor acumulado, movimientos torpes por el ajetreo, miradas cruzadas de miedo con los familiares, monitoreo del paciente cuyo sufrimiento es evidente, a veces hay gritos de dolor o lágrimas de desesperación. En esta ocasión el mayor reto fue mantener la vía aérea de nuestro paciente permeable, abierta.

Al pasar algunos minutos el paciente comenzaba a convulsionar, percibíamos como todos sus músculos se tensaban y su mandíbula se sellaba. Los ojos permanecían abiertos, desorbitados, mientras que veíamos cómo batallaba por introducir aire, los labios se coloreaban de morado y se escuchaba un ronquido. Rápidamente recolocábamos la posición de la cabeza, ayudábamos con nuestra mano a abrir la vía aérea: alivio, despedida del color morado en los labios, mirada más tranquila.

El trayecto fue de poco más de cuarenta minutos hasta que finalmente pudimos llegar al hospital que nos había indicado el Centro Regulador de Urgencias Médicas. Llegando bajamos la camilla y la introdujimos a recepción de emergencias. Mis compañeros permanecieron con el paciente mientras era evaluado por doctores y yo acompañé al familiar para registrarla.

Creo que siempre lo que me ha parecido más triste de las atenciones como paramédico es ver a los familiares: cansancio, agobio, incomprensión, frustración. Todo eso depositado en su mirada, en lágrimas que los amenazan con asomarse, en voces quebradizas. Puse mi mano sobre su espalda:

-No se preocupe, ya estamos aquí.

-Gracias señorita -era la respuesta usual.

Detrás del mostrador una mujer le pedía los datos del paciente:

-Nombre, edad, estado civil.

La familiar comenzaba a contestar las preguntas, su nerviosismo la trababa.

Repentinamente llegó el doctor que había recibido al paciente:

-Señora, ¿usted es la responsable del paciente?

-Sí, es mi suegra. Pero mi esposo hace años que ya no vive, así que ella se quedó conmigo.

-Necesito que me diga si intubamos a su familiar. Le induciríamos en un coma y la conectaríamos al respirador.

Su mirada estaba perdida:

-¿Cómo? ¿Qué es un respirador? ¿Intubar?

El doctor, agotado probablemente por tantas horas de turno, la miro desesperado:

-Necesito una respuesta.

Ella volteó a mirarme:

-¿Qué hago? Usted dígame, ¿que la intuben?

Sentí un escalofrío que recorría mi cuerpo. Todos los esfuerzos que habíamos hecho se reducían en una decisión. Intenté explicarle lo que era una intubación, las posibilidades de salir de un coma, las capacidades que tal vez ya habría perdido.

-Hay veces que es difícil decidir hasta qué punto prolongar la vida. Por un lado, ella ha vivido ochenta y cinco buenos años con salud y tal vez sea momento de dejarla ir y no obligarla a quedarse con nosotros. Por otro, es imposible imaginarnos la vida cortada, la decisión en nosotros.

-¿Qué hago? -suspiro ella.

Me quede callada, la decisión no podía ser mía. Puse mi mano nuevamente en su espalda y vi como mis compañeros subían a la ambulancia: ya estábamos listos para volver.

-Mucha suerte, es todo lo que nosotros podemos hacer.

Le compartí una sonrisa torcidita, de esas que solamente pretenden hacerle sentir al otro que también nos duele, que no es solo un trabajo para nosotros, que sabemos que cada paciente tiene un nombre, una historia de vida, decenas de familiares que los llorarán.

Subimos a la ambulancia, dejando el hospital atrás. Mire al resto de mis compañeros, todos con la mirada perdida en la calle, quitándonos los guantes. Probablemente todos nos preguntábamos qué sería de ella.

* * *

En GAMP “Coaj” llevamos varios años como voluntarios en las coberturas de ambulancia de Protección Civil Cuajimalpa. Les agradecemos enormemente la oportunidad que nos dan de poder influir en la vida de los pacientes que atendemos y hacer un cambio.

El ciclo escolar pasado realizamos 98 coberturas, atendimos a 179 pacientes y trasladamos 76 casos a hospitales. Esperamos poder seguir cumpliendo con nuestra labor muchos años más.

“Existimos para ayudar”.


 

Septiembre 2018.

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